Como rodeados por un aura mágica y
bajo los deslumbrantes y atrayentes focos nocturnos de la bohemia ciudad de la
luz; nos vemos inmersas/os, junto a Rodolfo, en el palpitante hechizo de los
locos años veinte, contemplando admiradas/os los últimos vestigios de una
década rebosante de glamour y
refinamiento en la frívola y ostentosa París. Embriagadas/os por las burbujas
de una efervescente intelectualidad y en las largas veladas de sus lujosos
salones, un bello ángel dorado, Solange, aparece radiante ante la atónita
visión de Rodolfo, para virar por completo un destino que quizá no iba a ser
tal y como estaba previsto. Aun así, los impetuosos pasos de Rodolfo la
embarcarán también a ella hacia un mundo totalmente desconocido y enmarcado
bajo los estrictos rigores que subyacen en el entorno rural, espolvoreado por
los colores de unos campos que condimentan los días de sus habitantes; y que,
lejos de inducirla a subir los peldaños del tren que le estaba reservado, montará
desafiante en uno cuyos raíles de vía estrecha, poco a poco, irán apelmazando
sus sedosos vestidos de caída libre, expuestos con naturalidad tras el telón
del ambiente parisino, para acabar encuadrándolos en las entretelas de
inquisidoras miradas en el rústico escenario que compone ahora la desangelada
estampa de la Casa de la Loma, enclavada entre las vides que recorren de
Aguarón a Cariñena. Allí, la sofisticada, avanzada y distinguida sociedad
francesa en la que se crio, quedará relegada al cuarto del olvido, esfumándose
con tan solo un ligero y desolado soplo de cierzo que, de pronto, impondrá un
ulular melancólico en su interior. Entre las enredadas cepas que difuminan los
entreverados caminos de la sierra de Algairén, Solange se topará con una arraigada
hostilidad presente en esa alfombra rojiza de desértica tierra, que la recluye
y la desampara dentro de su fino jarrón de porcelana. Sin embargo, y aun
resignándose a la notable ausencia de su esposo, constantemente embebido en el
negocio vinícola que da nombre a los Montero, la joven y cautivadora Solange
buscará su propio refugio, y lo hará tras el rumor adormecido de un pueblo
aragonés que todavía vaga plantando con ahínco sus primitivas costumbres, que
han conseguido echar hondas raíces alrededor de sus legendarios viñedos.
Afincada primero como una delicada muñeca en su frágil jaula de cristal,
Solange alcanzará después la madurez, al igual que las uvas verdes se
convierten, con el azote del sol estival, en los entrelazados racimos morados
que dibujan los trazos del paisaje; donde inesperadamente un floreciente jardín
comienza a insuflar calidez a la gélida casona, rescatando igualmente del
destierro, a través de la entereza que emana Solange, a un Dionisio atrapado en
la morada del infierno y resurgido de sus continuas pesadillas, envueltas por
el aire plomizo que enseñorea el sabor del vino. Mientras tanto, Rodolfo cavila
apesadumbrado cómo resolver la quebradiza y escurridiza situación en la que les
dejó su progenitor, don Fausto, y teniendo a su vez que traspasar, por un lado,
las privilegiadas puertas del casino para departir con los terratenientes de la
zona, aguantándose las malsanas humillaciones que, con frecuencia, le suelen
dirigir; y, por otro, atravesar, sin apenas aliento, la incipiente lucha
forjada por los jornaleros, que fluye intentando hallar la dignidad extirpada
en unos momentos donde se palpa la creciente agitación social.
“Un jardín entre viñedos” nos muestra
con maestría el claro contraste que evidenciaba la esplendorosa Francia del
primer tercio del siglo XX, poseedora de una gran riqueza económica, marcando
un adelantado y acelerado ritmo social obviamente rupturista y, además,
rompiendo deliberadamente cualquier esquema anterior en los patrones que
inspiraban la moda; y casi en absoluta contraposición, nos encontramos una
España que deambula meditabunda en plena Dictadura de Primo de Rivera, anclada
con creces en la parálisis del retraso, embadurnada por las devastadoras
secuelas del analfabetismo, y en la que el único e imperturbable discurso era
el de acatar normas y vestir con el debido recato y decoro. Nos adentra en una
época en la que podemos entrever el desnivelado choque de culturas entre la
abierta mentalidad francesa, acoplándose, sin ningún tipo de impedimento, a los
novedosos cambios y progresos candentes en aquel preciso periodo; y una conformada y
sellada sociedad española que incluso con el impulso modernizador salpicado por
muchas ciudades, en cambio, el pausado curso del campo seguía demostrando su fidelidad
al amo. Asimismo, divisamos una sofisticada aristocracia francesa frente a una
burguesía caciquil que guarda mensajes cifrados escondidos entre las ramas que,
progresivamente, vamos desnudando. En la amplitud de un contexto histórico que abarca diversos hechos
acaecidos en aquellos años, desmenuzándonos también los pormenores del Crack
del 29, o los trágicos sucesos acontecidos en la horrible masacre que dio lugar
al Desastre de Annual; la autora, con una prosa que exhala frescura y un
lenguaje fluido e impregnado de tintes irónicos, retrata de una forma muy
visual, un tiempo crucial y divergente
entre las exquisitas vanguardias europeas y las sombrías postales de un pasado
tradicional basado en los convencionalismos e inculcado entre los/as españoles/as
y, por consiguiente, heredado del mismo modo por las gentes que poblaban
Aragón. Sobre un complejo entramado dispersado por hilos que sostienen
traiciones, redes que capturan pasiones o intrigantes secretos familiares que
nos mantienen, de principio a fin, en un influjo de suspense; vamos catando con
gusto las páginas de una novela que imprime el dulce poso del vino de las
piedras en nuestro paladar, y que nos graba a los protagonistas en la memoria,
con el luminoso e incomparable lienzo del pigmentado verdor que renace e inunda
el campo de Cariñena.
*Reseña: Raquel Victoria