Mary Wollstonecraft Shelley pasaba el verano de
1816 junto a su amado Percy Shelley en el lago Leman (Ginebra). Cerca de ellos
vivía el célebre poeta inglés Lord Byron, que tenía una aventura amorosa con
Claire, hermana de Mary. El tiempo fue especialmente malo ese verano, llovía a
mares y el cielo nocturno se iluminaba con enormes relámpagos. El clima
acompañaba la vida interior de los jóvenes románticos, nerviosos y excitados.
Se leían mutuamente historias de terror y tenían alucinaciones mientras fuera
rugía el temporal.
Una de estas noches tormentosas, Byron les propuso
escribir ellos mismos historias de terror. Al principio, a Mary no se le
ocurría nada, mientras el resto del grupo hacía aportaciones de todo tipo,
aunque sin gran entusiasmo. Dos días más tarde, Mary tuvo una pesadilla. En
medio del sopor, antes de quedarse definitivamente dormida, vio ante sí al
doctor Frankenstein y a su horrible monstruo. Acababa de nacer un mito.
La historia comienza en el Polo Norte. Un día el
explorador Robert Walton ve de lejos a un ser de aspecto casi humano que pasa
rápidamente montado en un trineo tirado por perros. Al día siguiente la
tripulación acoge a bordo a un hombre medio congelado, es el doctor
Frankenstein. El ártico es la última estación de una interminable persecución
en la que no está claro quién sigue a quién: ¿El doctor Frankenstein acosa a su
espantosa creación o es el monstruo el que hostiga a su creador?
Una vez a bordo del barco, el doctor Frankenstein
le narra su historia a Walton. Siendo un joven investigador, la ambición le
había impulsado a concebir la idea de crear un ser humano. Tras largos años de
experimentos, logró hallar el elixir de la vida. Esta sombrosa fórmula le
permitió despertar a la existencia a un gigante compuesto a base de trozos de
cadáveres.
Más tarde, el doctor Frankenstein sintió
remordimientos al comprender lo que realmente había creado y por eso sintió
alivio cuando el monstruo desapareció de su laboratorio. La criatura huida vaga
por el campo, pero busca conectar con la civilización. Leyó a Plutarco, el Paraíso de Milton y Las desventuras del joven Werther de Goethe, sin embargo, su
espantoso aspecto hacía que su educación le resultase inútil, allí donde
aparecía, las mujeres se desmayaban, los niños salían huyendo despavoridos y
los hombres buscaban instintivamente la horca de labrador. El engendro
solitario solicitó al doctor Frankenstein una compañera que fuera tan horrible
como él, pero el científico imaginó con horror lo que pasaría si la pareja
engendraba nuevos monstruos y resolvió que no le crearía una compañera
femenina. El monstruo, cegado por la ira y la decepción de un ser marginado que
busca afecto y solo es capaz de causar espanto, decidió aniquilar a su creador.
Asesinó a todas las personas a las que amaba el doctor Frankenstein: a su
hermano, a su amigo y a su prometida, y el doctor juró perseguirle hasta que
uno de los dos muriera.
La caza concluye en el Polo Norte. El doctor
Frankenstein muere de agotamiento en los brazos del explorador Walton. El
monstruo anuncia que él mismo se prenderá fuego, la imagen final describe cómo
se aleja el monstruo sobre un témpano de hielo y desaparece en la oscuridad de
la noche.
Durante las tormentosas noches del verano de 1816,
los románticos ingleses conversaron sobre la posibilidad de crear vida
artificial. Hablaron de los experimentos del profesor italiano de anatomía
Luigi Galvani, que había observado unos años antes cómo unas ranas muertas
comenzaban a moverse convulsivamente si las tocaba con la hoja de un bisturí
cargada de electricidad estática. También se fijaron en el extraño experimento
del doctor Erasmus Darwin (abuelo de Charles Darwin) que había logrado infundir
movimiento a un trozo de fideo. De acuerdo con las teorías más novedosas del
momento, la electricidad era fundamental a la hora de dar vida a la materia
muerta. En el siglo XVI, el célebre médico suizo Paracelso creyó que podría
crear un pequeño ser humano (homunculus) de una mezcla de esperma y sangre
enterrada en excrementos de caballo.
Como es natural, Mary Shelley no fue muy precisa a
la hora de describir los medios con los que el doctor Frankenstein dio vida a
su creación, por lo visto, la autora imaginó una combinación de electricidad,
una chispa divina y genialidad, por eso le puso a su novela el subtítulo de El moderno Prometeo. El romanticismo
descubrió al hacedor de hombres Prometeo (personaje mitológico que insufla vida
a sus figurillas de barro mediante el fuego) como símbolo de los artistas
creadores. El artista no imitaba a la naturaleza, sino que la generaba de
nuevo. Se consideraba la escritura como un acto de creación. Los artistas se
convirtieron entonces en hacedores semejantes a Dios y se calificaba de genios
a los individuos que poseían esta capacidad extraordinaria. El genio tenía el
don de recrear el mundo mediante un acto de imaginación.
Mary Shelley sustituyó el genio artístico
romántico por el investigador. Su Prometeo moderno no es un poeta sino un
científico megalómano. Así concibió la imagen de una ciencia que ocupa el lugar
de Dios, pero cuyas creaciones se malogran horriblemente, por eso resulta tan
fascinante el mito de Frankenstein.
*María Dubón